COCA La guerra perdida de Carlos Villalón

Texto: Diana Peláez Rodríguez** y Carlos Villalón / Fotos: Carlos Villalón

La fundación OjoRojo Fábrica Visual se dedica, desde hace más de tres años, al estudio y la promoción de la fotografía documental en la ciudad de Bogotá. Desde mayo 18 hasta agosto 28, OjoRojo tendrá en su galería la exposición del fotógrafo chileno Carlos Villalón llamada “Coca, la guerra perdida”. Esta exposición es una puesta en escena de algunas de las fotografías que hacen parte de su libro homónimo y que muestran el recorrido de más de diez años de trabajo que el fotógrafo realizó en su interacción con todos los mundos que conviven con la coca y su contraparte, la cocaína, desde la producción, la distribución, el consumo y los esfuerzos por su destrucción —los cuales concluimos fallidos por el título del libro—. La compleja historia sobre esta planta sagrada y poderosa se va desplegando desde su dimensión más creativa, espiritual y comunitaria en la selva amazónica; va pasando a convertirse en la moneda de cambio para los pueblos cocaleros colombianos que viven de su metamorfosis en el polvo blanco; luego se va tornando en rojo oscuro cuando el relato nos lleva a sus consecuencias más violentas mientras la cocaína viaja hasta México; para luego tornarse negra en las pipas de crack que la llevan al límite en Estados Unidos.

Carlos nos comparte el origen de su trabajo y hacia dónde lo llevó:

Conocí la cocaína cuando era un adolescente. Fue en una fiesta, en la que un par de amigos entraban y salían de un cuarto de baño. La curiosidad hizo que me asomara, me encontré con unas líneas blancas sobre el excusado. Uno de mis amigos se limpiaba la nariz frente al espejo, mientras que el otro permanecía de pie, sin decir palabra, mirando hacia la nada, como perdido en ese cuarto tan pequeño. Volví a verla ya adulto, cuando vivía en Nueva York, donde mi compañero de apartamento, un consumidor asiduo, buscaba entre las motas del tapete los residuos de una cocaína imaginaria, me miraba con sus pupilas dilatadas y me preguntaba, una y otra vez, qué era lo que pensaba de él.

Allá en el Bronx, otro amigo contrataba prostitutas adictas y las llevaba a su casa, entre baños de espuma y pipas ennegrecidas por el crack. Él desapareció. Lo encontré postrado en una cama de hospital desde la que me pidió que fuera a su casa a alimentar a sus perros, dos chihuahuas histéricos que no habían comido hace días y se revolvían entre sus heces, en el hedor de un apartamento totalmente destruido quedó la memoria del gran Red, nunca más lo vi.

La cocaína se metió en mi vida. Aparecía por doquier, sin avisar. No importaba qué tan lejano fuera el lugar, desde Alaska hasta Chile, ahí estaba, invitándome. Comencé a entender su mensaje en Colombia, en el año 2000, cuando realmente descubrí la coca. No las líneas blancas sobre espejos de las fiestas en mi Chile natal, ni la potente droga que se había adueñado de tantos de mis amigos, sino una hermosa planta de hojas de color verde amarillento, cultivada a destajo en plantaciones que se extienden hasta perderse en el horizonte.

Mi encuentro con la planta ocurrió cuando me encontraba cubriendo los diálogos de paz entre el gobierno colombiano, liderado por el entonces presidente Andrés Pastrana, con el grupo guerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC. Por esos días se presentó un paro armado en el Putumayo, un departamento selvático al suroriente del país, al llegar allá vi un cultivo que, al comienzo, me pareció un limonar, no solo por su verde salvaje sino porque estaba a la vista de todos, cerca de una base militar.

Mientras recorría los cultivos y sentía la suavidad de las hojas, pensaba que ese arbusto tan simple, que crece como maleza en las regiones tropicales, es el primer eslabón en una cadena que abarca todos los niveles sociales y afecta la vida de miles de personas alrededor del planeta. Fue entonces ahí que tomé la decisión que me llevaría en un viaje de más de diez años por todo el continente: A mí la cocaína no me perseguiría; sería yo quien la seguiría a ella.

Comencé en Caquetá, donde la base de cocaína–que se secaba a plena vista en medio de las calles de los pueblos– se usaba después, como moneda de cambio para pagar desde las compras en las tiendas hasta las medicinas en las farmacias.

Fue Fabián Ramírez, un comandante de las FARC, quien me encaró un día, días después de que hubiera llegado a esa zona. Me preguntó qué hacía y por qué quería tomar fotos del lugar y los cultivos. Sabía que, si decía una sola palabra errada, debería abandonar el trabajo que apenas comenzaba. Decidí entonces ser honesto, y decirle que pensaba que era un problema sociológico. El que los pueblos remotos no tuvieran acceso a la moneda de un país, y estuvieran condenados a adoptar la pasta de coca como método de trueque, me parecía, no sólo una historia increíble sino el ejemplo mismo de la desidia del Estado.

Ramírez, por intermedio de una comandante, me entregó entonces mi primer salvoconducto, con el que pude desplazarme con comodidad por un lugar vedado para la mayoría. Eso no significó, sin embargo, que la travesía fuera sencilla. La primera vez que pensé que me iban a matar, amaneció siendo un día de fiesta en el pueblo de Peñas Coloradas. El lugar era un hervidero de gente que había comenzado a beber alcohol desde temprano. Yo me encontraba en una mesa con dos amigos y en medio del bullicio escuchamos el estruendo de disparos en la trastienda del bar. Fui a ver qué ocurría, pero no vi nada. Afuera del bar, el pueblo se hallaba desierto y en silencio, así que regresé a mi puesto, pero encontré sentado en la mesa a un hombre que no conocía.

Estaba borracho y me miraba con cara de pocos amigos. “Yo sé que usted es informante de la DEA. A usted hay que matarlo”, me dijo, mientras me clavaba el cañón de su arma por debajo de la mesa, en el estómago. Sabía que tenía que pensar rápido, porque esa noche de fiesta podría acabar en tragedia. Que dependía de mis palabras el estar vivo al día siguiente. Le dije que cometía un error. Que tenía un salvoconducto de las FARC para estar en el territorio, y que si me asesinaba tendría que vérselas con los comandantes de la zona.

Los hombres con los que me encontraba le reiteraron la verdad de mis palabras. “Incluso ya es demasiado tarde”, le dijeron. “Aún así no lo mates, esto se va a saber y estarás en problemas”. Al oír esto, el borracho se puso pálido y comprendió el lío en el que estaba metido. El hombre, que supongo sigue vivo, terminó exiliado del territorio por los comandantes de las FARC.

Después de cuatro años en el Caquetá, pensé que había terminado mi tarea. Había encontrado una historia fantástica y publicada en varios medios internacionales. Creí que era un capítulo cerrado, pero no fue así. La coca aún me tenía muchas sorpresas. Un amigo sugirió que debería hacer un libro. La idea me dio vueltas en la cabeza, hasta que decidí indagar un poco más. Descubrí que, desde la época de Nixon, cuando Estados Unidos declaró una guerra sin cuartel contra las drogas, la coca también cayó en la lista negra unos años después, la planta había sido satanizada y quienes la consumían habían pasado de ser simples campesinos a delincuentes de talla internacional.

No comprendía por qué había tanto temor con la coca y por qué había tanta muerte y tanta sangre en su camino. Lo que sí era claro era que esa guerra jamás iba a ganarse, y que se necesitarían alternativas, diálogos, creatividad y mucho conocimiento para replantear el problema de las drogas. También tenía claro que aún no había terminado mi travesía.

El viaje me condujo a Bolivia, a Perú, a Estados Unidos, a Chile y a México donde, a diferencia de Colombia, nunca tuve un salvoconducto que me hiciera las cosas más fáciles y en más de una ocasión tuve que salir huyendo de algún pueblo, terminé en un barrio tenebroso o conseguí un amigo que me ayudó a resguardar la vida.

Una vez en Reynosa, mientras esperaba una entrevista con un grupo de música narco hip-hop, me encañonaron unos hombres vestidos de policía, que exigían una identificación de prensa–No te muevas-gritaba la mujer con su 38 en mi cabeza. Nunca supe si estaban disfrazados o si eran oficiales en realidad, pero sí me quedó claro que eran parte de la seguridad de la banda. Durante una semana en ese lugar me siguieron como sombras los sicarios halcones del cartel del Golfo, hasta que el miedo me venció y tomé el primer avión que encontré hacia la Ciudad de México.

Hoy, al recordar, esos momentos se vuelven anécdotas divertidas, mirando hacia atrás, nunca dudé, ni por un instante, que no iba a abandonar el trabajo que me había empeñado en realizar. Sin embargo, también me quedan recuerdos indelebles y dolorosos, como aquella noche en Acapulco, cuando fui a fotografiar a un chico muerto. Habíamos salido en el “vocho”, el escarabajo de Bernardino Hernández, un fotógrafo aguerrido y con los mejores contactos en la ciudad.

Bernardino había recibido una información de un asesinato en uno de los barrios periféricos de la ciudad, llegamos a la escena cuando ya había oscurecido. Mientras la prensa hacía su trabajo con discreción, decidí que quería escuchar a la familia del joven, así que me senté con su madre y con su tío, que, en medio de un dolor indescriptible, me hablaron de la vida y la muerte de aquel muchacho de diecisiete años, Luis Felipe López de 16 años, quien había sido abaleado mientras esperaba a su novia sentado en la banqueta. Había que ponerles nombre a las víctimas para no olvidar jamás que esta guerra sin sentido, está perdida. Cuando salí de México, con el corazón encogido por lo que había visto y escuchado, me di cuenta de que estaba saturado. El viaje que había comenzado en el año 2000 me había llevado por muchos lugares de América y me había mostrado, casi siempre, el daño que la cocaína hace y el rastro de tristeza y muerte que deja a su paso.

Pero me resistía a pensar que fuera así. Esa planta hermosa que había visto, esa planta sagrada, aún no había mostrado todas sus facetas. Viajé entonces al Amazonas para hablar con los múrui muinai, mal llamados huitotos, para aprender por qué ellos respetan tanto la planta de coca.

Durante un par de semanas estuve con ellos viéndolos mambear, compartiendo sus silencios en la casa madre, hasta que la coca me invitó a probarla. Me senté a mambear, como ellos, en busca de la concentración, pero me resultó imposible al comienzo, porque en la casa madre no había solo hombres en una ceremonia. Al fondo, las mujeres y los niños veían la última telenovela de la tarde, con historia de narcos incluida, y no podía entender cómo es que un ritual milenario terminaba, de alguna manera, contaminado por la otra cara de la planta, la cocaína del blanco.

Fue unos días más tarde, cuando llegué a la casa de un múrui muinai llamado a ser el próximo sabedor o chamán, que ocurrió. Él me pidió que cuidara el fuego en el que cocinaba una sal de palma para mezclar con el ambil, o tabaco, que siempre acompaña a la coca, y en la soledad de la selva decidí volver a mambear. Frente al fuego, comencé a pensar en este libro, en las imágenes que tenía, en las dudas que me asaltaban. De repente, una especie de ser se plantó frente a mí y me habló. Resolvió mis dudas, me mostró un camino, me aclaró la mente. Había alcanzado la concentración de la que hablaba el sabedor múrui muinai en sus noches ceremoniales en la casa madre.

Había visto la coca, ese ser místico, esa planta sagrada, en toda su dimensión. Después de más de quince años de viaje, nos habíamos encontrado por fin.

“Antes, en nuestros orígenes, vino la coca. Por el camino de ella vinimos nosotros a la tierra. Es la energía que nos guió. Esa es la planta que tiene poder, ella es nuestra fuerza, nuestra inspiración. El dueño, el creador, como la preparó, la entregó. Como la tostó, como la mezcló con yarumo, como la cernió, así lo hacemos. Esta planta tiene palabra y la palabra de la coca es consejo. La planta da muchos consejos. Es la dueña del saber, de ahí que cuando nosotros mambeamos, aprendemos.

En cambio, el hombre blanco fue quien nos lo profanó. Por tal razón sufren esas consecuencias, porque el creador no direccionó la planta para esos usos. Por esa mala dirección, la violencia afecta a sus amigos y familias, a sus amigos los hieren con el machete ”.

Breve fragmento del relato oral que se hizo de la Jibína, la coca, en uno de los encuentros con el sabedor.

 

Voluntario recoge jeringullas usadas en uno de los tantos túneles del sur del Bronx, donde habitan consumirodres de drogas. El Bronx, Nueva York, Estados Unidos, 2015.

El campo de fútbol no solo sirve para el juego, sino también para secar la base de cocaína en las tardes. Los narcotraficantes que bajan al pueblo a comprar la coca por kilos, no la reciben si está húmeda, pues pesa más. Monserrate, Colombia, 2000.

De compras en la tienda de víveres en Peñas Coloradas, Colombia, 2004.

Mujeres extienden la coca sobre plásticos para secarla al sol, reciben 1.500 a 2.000 pesos bolivianos (entre 190 a 250 dólares). Villa 14 de Septiembre, Bolivia, 2007.

Miembros de la familia López lloran la muerte de Luis Felipe, un joven de 17 años asesinado mientras esperaba a su novia. A comienzos de octubre de 2011, el Ministro del Interior de México Francisco Blake, anunció que la turística ciudad de Acapulco se había convertido en la segunda ciudad más violenta del país después de Ciudad Juárez, por las luchas entre el Cartel del Golfo, La Familia y el Cartel Independiente de Acapulco -CIA. Acapulco, México. 2011.

 
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*Carlos Villalón es fotoperiodista chileno concentrado en temas de derechos humanos y con icto. Ha dedicado gran parte de su carrera en mirar a la sociedad desde el punto de vista de una planta, la coca.

**Diana Peláez es docente e investigadora en la Universidad Uniminuto, en Bogotá, Colombia. Además, es madre y trabaja en OjoRojo Fábrica Visual como gestora cultural y editora.

El libro de Carlos Villalón estará en circulación en Chile y Colombia, principalmente. Aún no hay distribución en México, pero pueden contactar al autor en villalonsantamaria@gmail.com o a OjoRojo en ojorojofabricavisual@ gmail.com.